Gorobovetz, Uránov y Rutman toman
a los dos hombres que han secuestrado y los atan en dos columnas de cemento que
soportan el techo de un almacén oscuro y abandonado en las afueras de Moscú,
cerca de las doce de la noche. Les arrancan las camisas y exponen sus fríos y
pálidos pechos. Sus bocas están silenciadas por gruesas mordazas y sus miradas están
tan abiertas que parecen salirse de sus cuencas. Los cinco, secuestradores y víctimas,
son rubios y tienen los ojos azules.
Uránov se coloca los guantes y
toma entre sus manos un artefacto que tiene la apariencia de un martillo de
mango de madera y cabeza de hielo. Lo ha tomado de dentro de un cofre lleno de escarcha
que Rutman ha extraído del auto y ha depositado sobre el suelo. Lo levanta
sobre su cabeza y lo estrella con todas sus fuerzas sobre el pecho del primer
hombre. Los ojos azules de la víctima se desorbitan y pasa lo mismo martillazo
tras martillazo hasta que dejan de hincharse. Mientras Uránov se afana en el
ejercicio, Gorobovetz tiene pegado su oído al pecho del torturado, escucha muy
concentrado, en un momento le habla a algo oculto en el interior: “¡responde!, ¡responde!”.
“Esta vacío”, dice decepcionado luego que el último martillazo a destrozado por
completo el pecho del muerto. Gira a su derecha y fija sus ojos esperanzados en
el segundo hombre que ha visto la masacre y convulsiona de miedo. “Tranquilo
hijo” le dice Gorobovetz antes de ordenarle a Uránov estrellar el martillo en
el segundo pecho con la esperanza de no encontrar a su décima séptima oquedad,
es decir, con el anhelo de descubrir a un hermano cuyo corazón responda.
Vladimir Sorokin |
Vladimir Sorokin es un escritor
ruso disonante, provocador y atrevido. Le asfixia las convenciones y no tolera
la medianía y la levedad, especialmente de la Rusia de donde procede. Las
palabras son exactas en su discurso y en su narración gélida, ha enmudecido el
ruido. Como si hubiera cubierto de una capa gruesa de hielo la estructura de la
novela y sobre ella o desde dentro de ella se deslizara sin restricción la
trama violenta y pura. En ocasiones uno anticipa el vértigo que se precipita desde
la historia justo a tiempo como para contemplarlo como testigo y no
protagonista, como si uno se librara de un cubo lleno de hielo que cae a sus
pies.
El hielo es una novela extraordinaria que hay que leerla también a
contraluz. Es como si mostrara, con una luminosidad dirigida desde un ángulo
distinto, una trama diferente. Debajo de la historia que muestra a una banda de
asesinos, critica, descaradamente, la historia de la Rusia de los últimos cincuenta
años: la respuesta acobardada del pueblo ruso y sus comisarios frente a invasión
Nazi, la insensibilidad ante la miseria de la postguerra por parte de los autócratas
imperecederos, la corrupción y las luchas de poder durante la stalincracia y sus errantes purgas
posteriores, hasta la Rusia actual donde la prostitución, la juventud
narcotizada, el contrabando ampuloso, el imperio del sicariato y la putrefacción
los comercios ilegales conviven en una país dolarizado cada vez menos blanco y
más obsceno.
Una de las características más
notables de El hielo es la multiplicidad
de lecturas que uno puede rescatar, entre ellas una de las que más llama la atención
es como a través de una narración tan exacta y fría, el lector puede acercarse a
entender la crueldad latente del victimario, el vacío gélido de aquella mirada que
descansa sobre otro hombre al que le ha retirado toda cualidad de humanidad. Por
eso le es menos difícil al lector comprender la irracional visión de
subnormalidad que los nazis dirigían a los rusos y que ocasionó veinte millones
de muertos o la visión exenta de sensibilidad que estos mismos depositaron
sobre los judíos, a los cuales cosificaron y para los cuales inventaron la más
brutal y feroz industria de exterminio que jamás alguna cultura humana se ha
atrevido a planear, o, también acercarse a diferenciar la sanguinaria dedicación
de los japoneses de Hirohito por definir a los hombres, mujeres y niños chinos
con el nombre de Maruto, dándoles aquella
cualidad que tienen los pedazos de madera por los cuales no se siente nada al estrellarlos
contra el suelo, desangrarlos en canal y despedazarlos. Nunca podremos asimilar
la brutalidad del verdugo, pero Sorokin nos acerca un poco a un entendimiento
perverso y a la compresión sobre la facilidad que tiene el victimario para
levantar el martillo asesino y asestar el golpe frio que siempre acompaña a la
muerte.
El hielo – Vladimir Sorokin
Muy recomendable
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