Están reunidos alrededor de su
tumba, Nancy, su hija bien amada que lo adora con todas sus fuerzas, Randy y
Lonny, los hijos con su primera esposa que siempre buscan pretextos para crear
distancia. Esta Howie, su querido hermano mayor y también Phoebe, su segundo
esposa, la intermedia. Los amigos de la casa de reposo donde había vivido los
últimos años también lo acompañan y lo lloran.
Aquel hombre que reposa dentro de
una tumba ha tenido una vida feliz y amarga. Se ha casado tres veces y ha
rechazado la felicidad un par más. Como si quisiera con su vida elevar una
proclama a la soledad y a la vejez. Su padre lo había capacitado, muy bien, en
el negocio de las joyas. Las observaba, acercaba sus ojos con la lente
interpuesta a las piedras más hermosas y sabia reconocer las fracturas de la
imitación y las fisuras de la baja calidad, como también la geometría de la
perfección y la textura de la maravilla geológica.
Él siempre fue el hermano
pequeño, aquel hermano quejumbroso y delicado que se sometió a siete cirugías
cardiacas durante su vida, el que se salvó de una hernia cuando niño, el que
siempre vivió con el rostro hundido y desvalido. Mientras Howie, su hermano
mayor, siempre lo salvaba y lo cuidaba.
Sus primeros hijos nunca
comprendieron su decisión y el no pretendía nada más que quererlos, pero los
abandonó, como lo hizo con su hija, la menor, cuando ella tenía apenas trece
años. Así recordaba su vida, con nostalgia y aprensión, como si los recuerdos sombríos
se hubieran multiplicado, aquellos últimos días antes de recostarse en su tumba.
La elegía es una forma de escritura
muy antigua, utilizada para añorar a los ausentes, para honrar sus vivencias y
recuerdos. Para mantenerlos entre los vivos. De ahí el nombre en español, en
mención de esta inspiración de desagravio y de ceremonia, que escribe Roth.
En inglés el título es Everyman, que más allá de hacer referencia, como dicen
algunos, a una novela del siglo XV, ampara un acertado nombre para la vejez. Todohombre, como podríamos, con la
libertad del adepto, traducir, nos nomina, nos invita a mirarnos en aquel futuro,
cercano o tardío para algunos, en donde la vejez no es una batalla, es una
masacre.
Elegía es una obra breve que
se inicia y termina con la muerte y nos muestra la vida como un tránsito, como
un puente, como un hundimiento. Para todohombre
que traza este camino, que es la vida, solo hay una meta, un destino compartido:
la muerte. Roth nos relata el desasosiego que impera en el mundo de este
hombre, como una sombra delante que se anticipa a nuestros anhelos.
En este homenaje que rinde Philip
Roth a los largos y últimos años, nos encontramos con una prosa lúcida, fácil y
sin disimulos, que agrada y celebra uno de los temas más hermosamente tratados,
la vejez. Comparado en afección y solemnidad con otros autores grandiosos como
Kawabata en La casa de las bellas
durmientes y García Márquez en Memoria
de mis putas tristes, Roth da la talla creando otra obra maestra, de una
factura imperecedera.
La muerte es la noche de esta
historia, la que la crea y la establece, la fuerza más vehementemente turbadora
de la vida. La vida es la excursión precedente a este fin. Nuestro todohombre es un ser observador de sus
desaciertos, omisiones y resentimientos, que se posan sobre él con una carga intolerable.
Al final de sus días, como les
sucede a todos los ancianos, decrecía, disminuía, pasaba las horas sin sentido,
con mañanas y tardes inciertas y soportando estéril el deterioro, la tristeza
final y la espera, la persistente espera de la nada. Los huesos eran su último
consuelo para alguien que creía que Dios es una ficción y que esta es la única
vida que tenemos.
Elegía – Philip Roth
Imprescindible
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