miércoles, 30 de marzo de 2011

Marcovaldo

Marcovaldo es un hombre que evoca la naturaleza, en todas sus formas, pero vive en una ciudad de concreto. Vive entre bloques grises que crecen inexorables hasta tocar el cielo y se plagan de ojos que encierran miradas detrás del vidrio. Camina por veredas de cemento dibujadas geométricamente, representado la mediocridad siempre constante de lo burgués. Habita en un cuarto que se despliega por arte de la imaginación para albergar en él, a él, a su esposa y a sus seis hijos, en un dormitorio, cocina, baño, sala de estar, buhardilla y si la fantasía alcanza, también, en un depósito de todo lo que su mente y sus manos puedan desear.

Marcovaldo transita entre los ruidos y matices de una ciudad ajena, distante de su añoranza, oblicua a su deseo. Pero en sus paseos no son las personas, las luces de neón, las novedades del consumismo, la moda y la trama alienante lo que lo distrae. Es otra ciudad la que vislumbra en sus paseos: las hojas que se tornan doradas como el oro más delgado; los cantos de las aves que se dejan ver cuando el sol perece, todos los días al culminar su jornada; las setas que brotan entre las grietas más amargas del pavimento, con la esperanza de que su posterior progenie termine por pulverizarlo. Se distrae con el escarabajo merodeando la corteza que devorará, con la mariposa de efímera vida en busca de su concubina, con los gusanos barrenadores que tratan de alcanzar el núcleo del planeta.

Marcovaldo es una contradicción, una entidad que nunca deja de luchar por lo que desea, pero es consciente que su meta es irrealizable. Sin embargo, no se rinde. Pugna por descubrir dentro de ese sueño inefable las ramas de otros sueños efímeros que apenas roza. Aquello, que lo acerca a lo que anhela, pero que no es suficiente para alcanzarlo, lo hace vivir y respirar en una ciudad gris y sofocante.

Un gran profesor me recomendó leer a Calvino. Que explorara su pericia narrativa, su creatividad y arte en mostrar imágenes tan entrañables y mágicamente construidas. Lo postergue por que uno va por ahí tratando de cumplir un check list de obras inmemoriales, como si no nos quedara tiempo para una página más de aquella lista de libros que debes leer antes de morir.

Lo que uno debe entender es que los libros no solo han sido escritos para mostrarnos universos extraordinarios, narrados por literatos encumbrados, influyendo en nuestras vidas de tal manera que, debido a la escasa o inexistente calidad de las pruebas, deberíamos considerlos milagrosos.

En realidad, los libros han sido escritos para entretener. Para retirarnos por unas horas de nuestra ciudad y albergarnos en una ciudad distinta, que se solapa con la nuestra. Cuando uno logra esta vivencia, alcanza un pedazo de aquel cielo que la persistencia cultural apoda paraíso.

Leer Marcovaldo es una experiencia de ese tipo. Yo, distante de mi irreductible lista de obras obligadas, como si las necesitara para respirar, me distraje, me deje llevar por un inconsciente que recién vive cuando yo ensueño y alargue mi brazo para separar del estante inmaculado una pequeña novela que jamás olvidare.

Marcovaldo – Ítalo Calvino


Imprescindible

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