
Confesiones de una máscara transita en el filo. En el frio filo del sufrimiento, del miedo, de la autocompasión que nos muestra a un lado un destino único y gris y al otro una pequeña muerte deseada. Un sueño donde amarrado el cuerpo desnudo de un joven contra un tronco con las manos atadas por encima de la cabeza, una lluvia de flechas hace blanco partiéndolo en mil formas distintas, en una explosión sexual tan intensa que la muerte, inexorable, recibe al soñador. Kochan desea aquella muerte con placer, como un anhelado orgasmo, para luego descansar sobre algo parecido a la parálisis, a la calma, al fin. Como en una última contemplación, como no queriendo del todo morir, como no queriendo del todo separarse de aquella otra muerte que algunos llaman vida, así transcurre Kochan que ha adoptado una máscara y confiesa, vomitando el alma entera, su secreto.
La obra de Mishima me hace pensar no solo en otras obras de él como El marino que perdió la gracia del mar, El color prohibido o Sed de amor, sino también en su vida. La muerte siempre fue su compañera y muy lejos de compartir con los gatos y el personaje de su obra el deseo de ocultarse para morir, él se ofreció como un rito a sí mismo a un público que siempre deseó cerca. Para Mishima verse el segundo antes de su muerte arrodillado con el tanto (cuchillo que inicia el seppuku o hara-kiri) en sus decididas manos fue algo heroico y también fue algo glorioso que fallaran tres veces con la kattana antes de separarle la cabeza del cuerpo.
Confesiones de una máscara - Yukio Mishima

Imprescindible
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