
Esta es una leyenda que habla de un hombre suspirado por todos, admirado como un caudal de conciencia y devoción, querido como un padre por todos los mortales de la tierra de Birwagh. Esta es la historia de quien nada hay escrito en las crónicas de los soberanos, a pesar que fue el único llamado por los cuatro nombres de la virtud.
Stefan Zweig escribe una leyenda que parece haber sido escrita hace milenios, se percibe lo añoso como aquel olor que desprende la vejez de un vino, la impresión amarillenta de un lienzo que maquilla su trajinar con capas de pintura usurpadora. Como se siente, cuando uno se aproxima a los libros, aquellos añejos, llenos de cementerios de polillas, barrenados por larvas sepultadas en celulosa.
Zweig nos narra como un Merlín atemporal una historia imperecedera. Y desde aquel siglo donde su mente se ha detenido, nos atraviesa con la mirada del hermano eterno. Este es uno de los pocos libros que el lector quisiera aprender de memoria, como para tatuarlo en su ánimo, como para asegurarse ser perseguido por su belleza y sabiduría.
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