Cuando uno lee a Raymond Carver siente que algo se aproxima. Que debajo de la lectura, entre las líneas que se traman, entre las palabras que, unas a otras, se protegen como testigos y cómplices, se tiende la intriga más efectiva que algún escritor haya podido imaginar. Carver siempre gana por knock-out. Empiezas un relato y hay pocas cosas en este mundo que pueden lograr que te detengas. Quizás el inicio de un incendio a tres pasos de tu espalda, o la sombra de una pistola que se cierne sobre tu rostro, o, quizás (ni así podrías virar tu mirada del relato) tu cuello desarticulándose debajo de las manos de un asesino que se confundió de víctima mientras tratabas de imaginar de lo que hablamos cuando hablamos de amor.
Carver prescinde de la palabra para proponer el cuento. Allí donde todos ven cotidianidad él proyecta una historia. Y la historia asimila la brevedad de un rumor, o el gorgoteo en que se ha convertido el hambre de miles de carpas negras, o el halito del alcohol que transforma la mente codiciosa de dos enamorados, o el hipo en que ha evolucionado el timbre de un teléfono.
Casi todas las palabras sobran. Podríamos mantenerlas sentadas al borde del relato, dejándolas expuestas a su autocompasión y al deseo mesiánico de convertirse en el cuento. Y es posible que esa sea la paradoja de la genialidad de este escritor: la brevedad de la palabra saturando las paredes del silencio de la historia.
Más allá de la discusión sobre su método y su labor, al lector solo le debe quedar, como marcada a fuego por una metáfora de fuego, la sensación de haber disfrutado de un relato sencillo, entretenido y redondo.
De qué hablamos cuando hablamos de amor – Raymond Carver
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