
Pero lo moderno no nos puede esconder lo suficiente, nuestro trato no implica la salvaguarda de nuestra tranquilidad y de vez en cuando surge una creadora que nos muestra la verdadera forma de nuestros monstros y ya, ni la superficialidad y el inmediatismo, que hemos coronado como tótems de nuestra civilidad, nos protegen de la verdad. Del apetito por aquel tipo de belleza que vincula tanto la libertad, que sus actos se despejan de todo menos de aquello que nunca muere, la muerte y la melancolía.
Alejandra Pizarnik nos permite contemplar desde su preclara luna la profundidad pulposa, pulsante, exacerbada y sangrienta del alma de Erzébet Báthory. La condesa sangrienta extiende desde el siglo XVI su aliento horrendo, su lujuria sádica y sus métodos incubados entre sangre, gritos y hierro, obligándonos a confesar la prevalencia de su legado.
Pizarnik va más allá y se atreve a definir a la condesa sangrienta como un mal del siglo. Una disonancia de colores y sonidos, una lentitud interior en respuesta a la aceleración exterior. En suma, una criatura melancólica que no sufría y que esa ausencia de sensibilidad hacia ella misma la inclinaba a llenar el silencio con los gritos de sus víctimas.
La condesa sangrienta es un pequeño ensayo, creado no solo para hablarnos de una proscrita belleza, sino que a la vez fue escrito tratando de torcer aquel código de horror entre sus líneas, entre el espacio dejado por las palabras en un intento de rebelión en favor de la ficción y en contra de la más cruel y absoluta realidad: la impredecible consecuencia de libertad humana.
Muy recomendable
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