lunes, 18 de julio de 2011

El nombre del mundo es bosque

Crichis es el nombre que usan los seres humanos para referirse a unas pequeñas criaturas opacas, algunas claras, pero todas verdes, que habitan las islas boscosas del Nuevo Tahiti. Aquellos seres que han sido domados, reducidos a su mínima forma, vulnerados como si fueran un pedazo de leña carbonada, utilizados como brazos perezosos o piernas laxas, y las mujeres, como reservorios de las más implacables, crueles y viriles pulsión, eran, en realidad los Athshianos. Un pueblo en la frontera de la curiosidad y la explotación. Una nación sin líder que era gobernada entre dos puntos de vista, o dos mundos, como se quiera ver: el tiempo-sueño y el tiempo-mundo.
En este escondido planeta los seres humanos pretenden obtenerlo todo y mientras tanto, desaparecer a cualquier forma de vida que pueda, aunque remotamente, competir con su poder. Destruirán el bosque, que es el mundo de Athshe, y lo convertirán en la mayor superficie productiva de granos, frutales y rocas, de aquellas que provocan guerras y brutalidad. De aquellas que le permiten al ser humano sublimar el horror inventando nombres y clavándoselos en medio del cráneo a aquello que tiene un aire a humanidad pero que debe ser convertido en un mosquito, en un subnormal, en un judío, en un gitano, en ruso, en un chino o en un leño, para poder destrozarlo sin sentir más que, en el extremo, una obligación de dios.
En este bosque, que es un hogar, hay un Davidson, un Lyubov y un Selver. Davidson es un soldado que tiene la excusa perfecta para violar, para torturar, para reírse de la debilidad de sus víctimas: la conquista. Lyubov es un científico que trata de conocer a los Athshianos, vivir como ellos, comprender sus ritos y sus alegrías y en el camino se convierte en amigo de un dios. Selver es la forma que el usurpado adquiere en esta historia. Es el adulterado, el maltratado, es el testigo de las mayores injusticias, es la mirada que se posa sobre su mujer penetrada y asesinada. Y como Davidson, también es un dios. Dos dioses que enseñan y aprenden. Uno aprende a matar y el otro a no morir.
Úrsula K. Le Guin es una escritora prodigiosa, con una creativa tan encumbrada que hace que  nada de lo que escribe puede haber sido soñado por alguien. Cuando una la lee descubre que lo nuevo puede originarse, a pesar de la conquista de todo tema, desde la razón más justa hasta la visión más cotidiana. Que detrás de un pestañeo, de una roca de jardín, del silbido de una oropéndola imitadora o entre la comisura de los labios de un ser desdentado puede surgir, inexplorada y vehemente, el origen, la vida y el sufrimiento de un mundo.
En El nombre del mundo es bosque, se evidencia la brutalidad del conquistador, la incomprensión del que siempre recibe órdenes de pie con una mano pegada al cuerpo, como escondiéndola entre los glúteos y la otra, levantada hasta la frente, como tratando de escuchar con sus ojos. El conquistador mercenario y galoneado como parte de un lienzo que quiere representar a la brutalidad y el pleonasmo militar. Y también, esta historia quiere ver actuar, entre la persecución y la sumisión, al revelado, al enfebrecido por la sed de venganza que atiborra lo que en un inicio solo fue el aliento de la justicia.
A lo largo de la historia de la humanidad estos encuentros entre los brutales y los violados han sido comunes. Hace poco leí una crónica sobre la guerra chino-japonesa y como estos últimos, reconstituidos por la era Meiji y movidos hacía la colonización del mundo, consideraban a los chinos seres de otra estructura, una estructura muy similar a la de las plantas, pero para darle aún más consistencia a aquella definición que les permitía masacran niños, los consideraron ramas muertas, extirpadas del árbol con el único propósito de ser consumida. Los japoneses les decían a los chinos Maruto, que literalmente significa leña.
Le Guin nos lleva a presenciar estos encuentros con un realismo tal, que terminado de leerlo nos preguntamos si estos Athshianos serán pobladores de algún rincón de nuestro mundo, quizás entre las estribaciones de un cerro aún no explorado, o entre la densidad de una selva que los protege.

El nombre del mundo es bosque – Úrsula K. Le Guin
Muy Recomendable

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